martes, 14 de junio de 2016

Prólogo para la tercera edición del libro "Síndrome de Abstinencia"


(Prólogo escrito por mis amigos de GatoJurel Ediciones, para el libro de Jonathan Lalo Araya)

"Síndrome de Abstinencia", Primer libro de Jonathan Lalo Araya, ha marcado un hito importante en nuestra editorial, la edición que tienes en las manos corresponde a una tercera edición (300 copias vendidas). Este detalle nos llena de orgullo, pues nos sitúa como equipo en un escenario que no esperábamos, desde el proyecto inicial que comprende un periodo de 2 años antes de conocer al autor hasta el trayecto recorrido junto a él y a otros escritores en la lucha por difundir textos de calidad.
No tenemos fines de lucro y cargamos el orgullo de presentarnos altivos, no somos fotocopiadora y respaldamos nuestro brillo en la búsqueda y edición de verdaderos talentos.
El texto de Araya presenta una tipología textual de carácter mixto saltando intermitentemente de la narrativa a la lírica, revelando imágenes de la vida real contenida en un mundo propio de la población y la marginalidad. Un hombre mirando y dibujando su infancia a través de sus sentidos, olores de la olla común y  pegamento alucinógeno,  la imagen de la mujer madre y amante con los pies ensangrentados, dispuesta ponerse de pie para continuar viviendo.
El texto es una invitación a observar la valentía de unos ojos que, escondidos en la oscuridad de una esquina, deciden brillar y empezar de nuevo, prestos a observar todo desde cero.
Presentamos acá, en estas hojas que pudieron haber quedado en blanco antes de la llegada del guerrero, una vida completa, una biografía llena de astros de luz, de oscuridades cargadas, niños creciendo en el orgullo de un ejemplo sin par y junto a ellos la fotografía de tres mujeres que acompañan su camino.
Dejamos en sus manos una joya de antología, a la altura de nuestro amor por la lectura de calidad y a bajo costo.
                                                                                                                                 Gatojurel Ediciones.



Jonathan Lalo Araya, leyendo su poesía en la pasada celebración del Día de Libro, en el barrio Concha y Toro.



jueves, 2 de junio de 2016

LA LLEGADA

(Este relato comenzó como la idea de un argumento para un cortometraje, de preferencia algo que fuera junto con una canción, un trabajo artístico audiovisual. Pero se transformó en un cuento por derecho propio. Un cuento inspirado por las canciones de la banda Primavera Negra.
Aquí les dejo un ADELANTO, ya que espero publicarlo completo en el mediano plazo, en formato papel, idealmente.)






La Llegada

A Mario y Reinhardt

David se despertó con la desagradable sensación de que los dolores seguían ahí. Pero era sólo una sensación, un recuerdo que le dejaba un sabor amargo en la boca. Ya no tenía el suero inyectado en la mano izquierda, ni estaba en la clínica. Ya habían pasado algunos días de eso, afortunadamente el tiempo había pasado aunque fuera un poco. Estaba en su departamento, y en los dos primeros días después del alta, cada vez que se recostaba se quedaba de inmediato dormido. Efecto de tanto calmante que le habían inyectado, eso era lo que su novia le decía. Y ella, ¿dónde estaba? Se quedó un rato recostado en la cama, ya era de día pero no tenía ni idea de que hora era. Miró su reloj que estaba sobre el velador. Era la una de la tarde… ¿Qué día era? Estaba seguro que era un día de semana, pero estaba todo tan silencioso en la calle que parecía un domingo. Se levantó, tomó su teléfono celular, pero no había señal alguna. Llamó a Natalia, su novia; nada. Fue al comedor y prendió la tele, sólo vio rayas en la pantalla de los canales que marcó con el control remoto. Ahora le daban ganas de tener TV cable. Pero dejando ese pensamiento de lado, la situación lo empezó a preocupar. Se asomó a la calle por el balcón del tercer piso, no se veía a nadie abajo. Miró hacia Irarrázaval, un par de cuadras al norte. No se veían autos pasando por ahí. Empezó a alarmarse vagamente.

Bajó las escaleras hasta el primer piso, no estaba el portero y habían dejado la televisión encendida en el mesón de la entrada. Pura estática también. No vio a nadie cuando bajó. Caminó hacia la avenida Irarrázaval, y encontró una bicicleta botada en la acera. Ni lo pensó mucho, se subió a ella y tomó rumbó hacia Macul con Irarrázaval, a la casa de sus padres. En el horizonte se alzaba la cordillera.

Cuando había avanzado algunas cuadras hacia el oriente, vio algo que lo dejó perplejo. Se acercó lentamente, y se dio cuenta que en la acera había una estatua que nunca había visto ahí. Era un hombre, arrodillado y cubriéndose el rostro, en una expresión de profundo horror. La ropa, los rasgos, estaba demasiada bien hecha, era brutalmente realista. Se inquietó profundamente. No había nadie en la calle ni en las aceras. Siguió avanzando por la avenida. Al llegar a Pedro de Valdivia, la cosa se volvió más preocupante. Había varios vehículos abandonados, micros de la locomoción pública y un automóvil estrellado en el frontis de un banco. Por el cielo cruzaron raudamente dos helicópteros militares, pero más que vigilar o sobrevolar la ciudad, daba la impresión de que huían a toda velocidad hacia el norte. Al llegar a la esquina con Macul, vio un incendió en dirección a la Plaza Ñuñoa, una inconfundible columna de humo. Pero no se escuchaban las sirenas, ni de bomberos ni de ambulancias. Lo que si creyó escuchar, como un sonido a mucha distancia, eran los lamentos o gritos de una mujer.

Dobló por avenida Macul hacia el sur, y entró en un pasaje de casas bajas. Macul era un regadero de vehículos abandonados en medio de la calle. Entró a la casa de sus padres, y se dio cuenta de que ellos no estaban allí. Lo primero que hizo fue tratar de encender el televisor, pero no había energía eléctrica. Nada que hacer. Se sentó un rato en el living, ya francamente alarmado. Fue a la cocina, y se sirvió un vaso de agua de la llave. Por lo menos todavía hay agua, pensó.  Se asomó al pequeño antejardín, y sintió claramente que lo llamaban. Era de la casa del frente. Cruzó rápidamente y se encontró con Claudia, vecina de sus padres y amiga de su niñez.

Y ella le narró el horror de los últimos días.

Al parecer, David había dormido por lo menos dos días completos, después de haber llegado a su departamento tras la operación. Hacía dos noches atrás, una fuerza que sólo se podría describir como una potencia maligna había llegado a Santiago. En la primera noche se sintieron lamentos y gritos como de una mujer en distintos puntos de la ciudad. En plena madrugada, en las noticias dieron extras de último minuto diciendo que muchas personas en las comunas de la Zona Oriente habían experimentado una enfermedad inexplicable, por la que perdían toda movilidad y se transformaban en verdaderas estatuas de piedra. El mal se fue desplazando hacia el centro, aunque algunos testigos aseguraban que era más de un foco infeccioso, por llamarle de alguna manera. Luego comenzó una verdadera estampida, y los momentos más terroríficos se vivieron en Macul con Irarrázaval o en plena Alameda, donde una mujer de rasgos no muy definidos había desatado la histeria colectiva, señalando la gente que ella era la portadora del mal, ya no sólo entendido esto como la enfermedad descrita, sino como una maldad surgida de los abismos más profundos y los miedos más viscerales. En distintas zonas de la metrópoli se había cortado la energía eléctrica.

David miraba perplejamente a Claudia, como si ella no dimensionara lo que le estaba contando. Le preguntó si funcionaban los teléfonos fijos, y ella le dijo que sí. Y ambos se preguntaron si seguiría funcionando la internet. David decidió que pasaran la noche en la casa de ella, y fueron al pequeño supermercado de la esquina, a buscar cosas para comer.

Una vez ahí, en el lugar que más bien era un minimarket, se toparon con dos estatuas en la entrada y dos más en los pasillos del negocio. Ahora que sabía que eran personas, David no pudo evitar estremecerse al pasar cerca de ellos. Eran como estatuas de piedra. Y sus rostros daban la repugnante sensación de que seguían sufriendo una agonía inmóvil. David le comentó a Claudia que cuando se encontró con la primera estatua en la calle, tuvo la vaga y terrible percepción de que era un hombre. Tomaron algunas bebidas, unas latas de cerveza, pan y otras cosas, y se fueron de vuelta a la casa. David sintió de nuevo los lamentos, como un ruido originado a kilómetros de distancia, pero no dijo nada al respecto.

Y llegó la noche.

David cruzó a la casa de sus padres, diciéndole a una preocupada Claudia que sólo sería un momento. Sabía que su papá, como buen cincuentón, tenía una radio a pilas y una linterna. Afuera la noche estaba muy oscura, y pensó en la vieja expresión “como boca de lobo”. Iba utilizando el celular para iluminar el camino. Afortunadamente encontró lo que buscaba. De vuelta, en los pocos metros que había que caminar hasta la casa de su amiga, escuchó claramente los lamentos a lo lejos, viniendo desde el poniente. Sintió como se le erizaron los vellos de la espalda. Una vez en el living de Claudia, encendieron la radio y dieron con una emisora de AM. El periodista o lo que fuera, señalaba que el caos había afectado principalmente a Santiago y Viña del Mar. Pero como el contagio y los terribles sucesos habían ocurrido en la capital, la situación era muy complicada. Y aunque le llamaban contagio, nadie podía asegurar que el mal de las personas convertidas en piedra era contagioso, pero le seguían diciendo así. David y Claudia resolvieron que sería mejor no tocar ni acercarse demasiado a las estatuas, como precaución. Sin olvidar que en realidad no daban ganas de estar junto a ellas, ya que todas las que habían visto tenían rostros de miedo y expresiones de dolor. El locutor agregó de que había problemas con el suministro eléctrico en varias comunas de las dos ciudades, y se suponía que la situación sólo estaba afectando a la zona central del país, pero no había informaciones muy precisas del exterior, ya que las telecomunicaciones, incluyendo la internet, se cortaban y reanudaban, erráticamente. Luego algunas personas llamaron por teléfono a la emisora, diciendo más que nada incoherencias y balbuceos histéricos, pero la cuarta llamada los conmovió. Era la voz de un joven que contaba que la noche que todo comenzó, como a las tres de la madrugada, se empezaron a sentir los fuertes lamentos que venían desde la calle, cerca del centro de Santiago. Él salió de su casa, y junto a varias personas más vieron a una mujer que caminaba por el medio de la avenida. Sus cabellos se ondulaban en el aire. Una señora, visiblemente alarmada, se le acercó más para preguntarle que le sucedía, y de pronto la señora chilló de miedo y se comenzó a convertir en una verdadera estatua. Varios de los que estaban mirando salieron corriendo, pero otros se seguían acercando a la mujer, como hipnotizados por sus lamentos. Otro transeúnte se convirtió en piedra. Algunos perros huían espantados, pero dos o tres estaban frente a la mujer, ladrándole con fiereza. En el aire comenzaron a saltar y a reventar los cables eléctricos. El joven contó que salió corriendo, y que en un momento se había sentido como obligado a mirar al rostro a la mujer, lo que hubiera sido su fin. No dudaba de eso. Rompió en llanto al aire, y la radio quedó un momento en silencio. David y Claudia se miraron, conmovidos y con temor, y ella le confesó que escuchaba unos lamentos a lo lejos. Apagaron la radio y se fueron a dormir, Claudia en el dormitorio y David en el living. Apenas pudo conciliar el sueño, y en las primeras horas de la mañana tomó una decisión: iría a ver a Natalia a su casa, ya que no se había podido comunicar con ella.

Cuando le contó lo que quería hacer a su amiga, ella le dijo que lo acompañaba, y que no tenían para que ir caminando, ni en bicicleta, ya que tenía las llaves del auto de los Fernández, unos vecinos, estacionado en el fondo del pasaje. Ellos no estaban. David le preguntó si le habían dejado las llaves a ella, y Claudia le contestó que en verdad había entrado a su casa y las había tomado. Dejaron una nota en la puerta de los Férnandez, pensando en que podrían volver, más de una forma mecánica que creyéndolo realmente. Y partieron por Irarrázaval hacia el poniente, en un día iluminado por el sol. Natalia vivía en un edificio en San Isidro, a pocas cuadras de la Alameda, en pleno centro de la ciudad.


Al llegar a Vicuña Mackenna y doblar hacia el norte, la cosa se volvió muy complicada. La calle estaba llena de vehículos abandonados, incluso algunos policiales y buses de la locomoción pública. Así que se bajaron y comenzaron a caminar. Vieron algunas siluetas en las ventanas de los edificios, pero más de una estaba tan fija, tan inmóvil, que llegaron a la conclusión de que estaban petrificadas. Pero otras claramente eran personas, mirando con precaución. Y David se acercó a una larga pared donde había varios rayados hechos con un stencil; era simplemente el rostro de una mujer, con los ojos blancos y el pelo arremolinado, casi como serpientes moviéndose alrededor. Vieron algunos gatos y perros corriendo o caminando por la calle. Por el cielo, pasaron más helicópteros, y un avión a reacción  a muchísima altura.

(...)

Miguel Acevedo

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